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A todos los niños de Morelos, para que se acuerden del pasado y, al acordarse, puedan decidir cómo será el futuro.

Me llamo Elena en honor a mi abuela paterna quien murió algunos días antes de que yo viniera al mundo.Nací en Tlaltizapán, Morelos, pero vivo en la Ciudad de México porque cuando llegó mi hermanita, mis papás decidieron irse a la capital para conseguir un trabajo mejor pagado.Ellos dicen que hay más oportunidades en la Ciudad.Tlaltizapán es un pueblo muy bonito.Ahí tenía su cuartel Emiliano Zapata, uno de los generales más importantes de la Revolución Mexicana.Él quería quitarles la tierra a los hacendados y dársela a los campesinos para que pudieran tener sus cultivos y no se murieran de hambre.En la entrada del pueblo, hay una enorme estatua de Zapata, con un rifle en una mano y un libro en la otra, para que recordemos su lucha por la justicia y la libertad.

Cada dos semanas, mis papás, mi hermanita y yo vamos a Tlaltizapán a visitar al abuelo.El abuelo no trabaja en una oficina como mi papá, se dedica a cultivar la caña de azúcar y como pasa la mayor parte del tiempo al aire libre, no lleva traje ni corbata, sino un pantalón desgastado y un gran sombrero que lo protege del sol.Mi papá dice que el trabajo del abuelo no sirve para nada, pero no estoy de acuerdo.A mí me parece muy, muy importante porque de la caña sacan el azúcar con la cual hacen los dulces.Sin caña no habría dulces ni piñatas ni fiestas.¡Qué triste sería el mundo!A veces, mi abuelo me lleva a los campos donde crece la caña.Me divierte mucho ir: cuando las cañas están altas, no ves nada y estás como en un laberinto, donde das vueltas sin encontrar la salida.

Mi abuelo es muy viejo.No recuerdo exactamente cuándo nació, pero fue hace muchos años.Me contó que cuando era pequeño no había televisión en las casas ni agua potable.Cada mañana, su mamá lo mandaba a la fuente con botes para que trajera agua a la casa.Mi abuelo no dice "fuente" como nosotros, dice "hidrante", porque en aquella época, las fuentes no eran solo decorativas, servían para que la gente tomara agua.Debía caminar varias cuadras cargando los botes llenos de agua y tener cuidado de no derramar el líquido en el camino.Era una tarea pesada.Por eso, años después, cuando se construyeron las tuberías que llevan el agua directamente a las casas, fue un gran acontecimiento en el pueblo.

Siempre me hace feliz visitar al abuelo.Mis días en Morelos son muy divertidos.Camino a todas partes y juego a reconocer los árboles.El abuelo me enseñó, tienen hojas de colores y formas distintas.Mi favorito es el amate.Es fácil de identificar porque tiene raíces larguísimas color crema que abrazan las rocas.También me gustan mucho las ceibas.Las reconoces por su tronco cubierto de espinas cónicas.Algunas personas les dicen pochotes, pero ambos nombres designan a la misma especie.Hay árboles como el cuayotomate que crecen a la orilla de los ríos y otros que solo crecen en la selva, en donde no hay casas.

Otra de las razones por las que me la paso increíble es que hay mucha agua.Cada vez que venimos, vamos a nadar a un balneario con mis papás y el abuelo.Yo llevo mis goggles y mi hermanita, que todavía no sabe nadar, sus flotis para meterse con nosotros en la alberca grande.Siempre me entretengo mucho en cualquier balneario al que vayamos.Cuando me surmerjo en el agua, imagino que me crecen aletas y escamas y dejo de ser humana.El abuelo, en cambio, nunca se mete.Incluso cuando hace un calor del demonio, se queda sentado, con el sombrero ladeado y el pantalón arremangado, mirando a la distancia.Sus ojos parecen estar viendo algo que nosotros no vemos.

De chiquita solía insistirle al abuelo que nadara conmigo.Me colgaba de su cuello y le empapaba la camisa, con la esperanza de que, al sentir la frescura del agua sobre su cuerpo, finalmente decidiera quitarse la ropa y echarse un clavado.Nunca me regañó por mojarlo, me miraba desde sus bonitos ojos cafés y con la yema de un dedo me acariciaba la mejilla formando figuras con las gotas de agua que caían de mi pelo.Pero nunca cedió a mis suplicas, así que cuando crecí, dejé de insistir.Acabé por concluir que a mi abuelo no le gustaba el agua, que no sabía nadar y que le daba vergüenza decírmelo.Sonaba lógico.Al final, me había contado que de chiquito no había agua en las casas, así que probable mente tampoco había albercas.

Sin embargo, estaba completamente equivocada.Lo descubrí un día en que celebrábamos el cumpleaños de mi hermana.Como mi mamá no quería hacer una fiesta, decidió invitar a sus tres mejores amigas al balneario.Nos pasamos la tarde jugando a los peces del océano – yo era un tiburón y ellas, unos lindos delfines – hasta que llegó el momento de partir el pastel.Después de tantas horas en el agua, nos moríamos de hambre así que en cuanto vislumbramos el hermoso pastel tres leches, nos reunimos a toda prisa alrededor de la mesa.Estábamos cantando las mañanitas, cuando de repente, vimos al abuelo saltar vestido a la alberca.En realidad no saltó, se echó un clavado, sí, un clavado, como los que se ven en la televisión en los Juegos Olímpicos: se levantó en el aire, con el cuerpo erguido, las piernas bien juntitas y sus brazos perfectamente extendidos.Unos segundos después, el abuelo reapareció a la superficie del agua, cargando a una de las amigas de mi hermana en sus brazos, como un pez muerto.

La verdad es que no medí enseguida el alcance de lo que había presenciado.Inmediatamente empezaron los gritos de mamá.No paró de gritar hasta que un médico llegó y le aseguró que la amiga iba a estar bien, que solo estaba tosiendo por el agua que había tragado.Después llegaron los papás de la niña y se la llevaron, entre enojados y preocupados.Solo cuando regresó la calma, reparé finalmente en el abuelo.Estaba de nuevo sentado en su silla, muy tranquilo.No tenía la cara de alguien que hubiera sentido miedo ni vivido una aventura extraordinaria al lanzarse a la alberca.Al recordar su figura atlética saltando, caí por fin en la cuenta de lo que no había sospechado: ¡mi abuelo sabía nadar y sabía nadar muy bien!¿Entonces por qué nunca se metía al agua ?

El misterio se resolvió unas semanas después.Un sábado en el que el abuelo propuso llevarme con él a los campos de caña.Ese día le tocaba riego y quería asegurarse de que el agua estaba llegando a sus cultivos.Pensaba preguntarle por qué nunca se metía a la alberca, pero en cuanto pusimos el pie en su terreno, mi abuelo se percató de que el agua no estaba arribando al cañaveral y no tuve tiempo de hacerlo.Salimos disparados para averiguar cuál era el problema.Regresamos sobre nuestros pasos y cruzamos la propiedad de Don Felipe.Bordeamos un canal pequeño y luego un canal más grande.Después de caminar varios kilómetros, sorteando matorrales, llegamos por fin al lugar donde nace el manantial.

El ojo de agua estaba casi seco.A unos pocos metros, había dos máquinas que cavaban la tierra con gran estrépito.Alcancé a ver una pancarta con la inscripción “propiedad privada”.Aunque no entendía muy bien qué pasaba, intuí que estas máquinas, que devoraban la tierra sin parar con sus dientes de hierro, eran las culpables de que no brotara el agua.De hecho, un grupo de campesinos – compañeros del abuelo – estaban formados alrededor de las máquinas, con el puño levantado.Pero las máquinas los ignoraban.Al ver que no lograban detenerlas, mi abuelo sujetó fuertemente su machete y se paró frente a las fauces de hierro.Con la mirada fija en las máquinas, comenzó a contar.

Contó que hasta hace poco, había muchísimos ojos de agua en Morelos.Los manantiales de la región eran tan bellos que la gente venía de todas partes del país a conocer estas aguas cristalinas.Algunas personas incluso pensaban que tenían propiedades mágicas y podían curar las enfermedades de la piel y del hígado.Para que la gente pudiera disfrutar del agua, se fueron acondicionando los veneros en balnearios, pero las albercas conservaban sus cascadas.En los manantiales más profundos se practicaba el buceo, en los lagos como el de Tequesquitengo, el esquí acuático.Tanta era la diversión alrededor del agua que se decía – y a veces se creía – que había mar en Morelos.

Sin desviar la mirada, el abuelo siguió contando.Contó que el agua no solo existía en los balnearios.Había agua por todas partes: en los ríos y en los canales que serpenteaban a través del campo.Gracias al agua, los llanos eran verdes y hermosos.Crecían muchísimos árboles.Los campesinos sembraban a su antojo: caña de azúcar, cebollas, jitomates e incluso el arroz que requiere mucha agua.Como abundaba el agua, cuando hacía calor, bastaba con salir de casa y meterse al río o al apantle más cercano para refrescarse.La gente de los pueblos tenía la costumbre de reunirse en los canales donde lavaba la ropa y agarraba pescaditos que luego cocinaba.Toda una forma de vida se había organizado alrededor del agua.

Mirando las máquinas con descarado desprecio, el abuelo contó cómo, en pocos años, a raíz de todas las casas que se construyeron, las cosas fueron cambiando.Los manantiales se secaron, los ríos se ensuciaron.Para mantener los balnearios y seguir con el cultivo de la caña, se perforaron pozos al fondo de la tierra.Pero el agua ya no era la misma. No existía sin electricidad.Era un agua falsa y sin sabor.En este momento lo comprendí todo.Si mi abuelo no se metía al agua, no era porque no supiera nadar como yo pensaba, sino porque le traía recuerdos de lo que fue y ya no existía.Le daba tristeza regresar a los lugares de su infancia y ver que el agua había desaparecido, que los bellos parajes que visitó ya no existían...

Pensé que el abuelo iba a seguir contando pero en lugar de eso alzó su machete de manera amenazadora.Yo, que sabía que su mano no era lo suficiente firme para luchar contra unas implacables fauces de hierro, temí lo peor.Pero las máquinas callaron y se hizo el silencio.Un silencio triste y lúgubre.Parecía no haber más esperanzas.Sin embargo, después de unos largos minutos, se rompió el silencio y volvió a brotar el agua del manantial.El fluir natural del agua hacía un sonido hermoso, totalmente distinto al que escuchas cuando abres la llave del lavabo.Envalentonada por esta música, se me quitaron las ganas de llorar.Los manantiales no se habían acabado, podían renacer.De mí y todos nosotros dependia cual sería el futuro.

Texto :
Jade Latargère

Ilustraciones :
Sheila Uranga

Diseño Gráfico :
Luis Felipe Alanís

Corrección de estilo :
Paz Lavín Montoya e Irving Juárez

Diseñador web / Desarrollador :
Pierre GAILLARD

Animación :
Marie-Alix AYRAULT